sábado, 10 de octubre de 2015

NOSOTROS QUE MALTRATAMOS

En mi residencia, en toda residencia que se precie, tenemos un montón de familiares. Un montón de familiares que se quejan. Puede que no sean muchos, pero se hacen notar bastante.

Seguramente tienen razón. A fin de cuentas, si lees sus quejas, sus múltiples quejas, no sabemos poner pañales, ni cambiarlos. No tratamos sus patologías a tiempo. Los medicamentos que ponemos son caros, o pocos, o muchos, o se pierden, o se acumulan. Nosotros somos los que no sabemos cuándo poner a su padre al baño, cuando cambiarle la ropa, cómo darle la comida.

Si seguimos las quejas, nuestros abuelos están caquéticos, ulcerados, infecciosos perdidos. Ellos alertan sobre la necesidad de cambiar los profesionales que cuidan a su madre, los médicos, los fisios que no hacen que vuelva a caminar. Nadie sabe cómo identificar ese cambio de comportamiento, esa pérdida de marcha, ese babeo.

Tenemos familiares que nos descubren cada semana, como unos cuidadores pésimos, unos profesionales malísimos, una institución descontrolada. etc.

Pero ¿Y ellos? ¿Cómo se retratan en sus quejas? Porque sinceramente, ellos quedan todavía peor.

O ¿Qué pensaríais de una persona que tiene a su madre en una institución que maltrata, que favorece la enfermedad, que no cuida ni la salud, ni las necesidades básicas de la anciana?

Pues para mi, si la residencia maltrata, el familiar es todavía peor. No es sólo cómplice, es culpable de dejar a su amado padre en una institución tan horripilante como la nuestra.

Por mucho que no deje de quejarse, no deja de ser llamativo que no pida traslado, que no se vaya con la mujer a su casa, a otra residencia. 

En algunos casos, es una forma de vehiculizar un sentimiento intenso y profundo de culpabilidad. Nuestra sociedad, tan moderna ella, dice que tiene centros para cuidar como se merece a nuestros mayores. Pero la cultura, la tradición, nos tatuó que cuidar a los mayores en casa es lo que hay que hacer. Que los hijos deben cuidar a sus padres. En casa, claro.

En otros es un signo del carácter insatisfecho del hijo, hija, nieto, sobrino o vecina próxima.

Ojo, que no digo que muchas tengan una base real. En mi caso, trabajo en una institución muy grande, con muchos profesionales, con una gran variedad en el grado de profesionalidad, conocimientos, experiencia y amor propio. 

Si, tenemos mayores a los que no se les cambió correctamente el pañal. Alguno se ha caído. A otro le dimos sin querer con la pala de la silla en la pierna y le herimos. No siempre sabemos priorizar las necesidades de los residentes que comparten módulo.

Y si, hay profesionales que dejan mucho que desear, hay profesionales que son descuidados, que ni son buenos compañeros.

Pero, os prometo que no tantos como algunos familiares pueden dar a entender, con sus millones de quejas.

La mayoría estamos ahí, porque nos gusta nuestro trabajo, porque nuestros abuelos son parte de nuestro adn. La mayoría vigila la dieta, el aseo, la presencia y los estados de ánimo de cada uno de ellos. La mayoría se conoce a todos los familiares y sus vidas. Conocen hasta como miran cuando algo va mal, cuando la infección no ha dado ni fiebre, cuando el estado de ánimo de nuestro abuelito baja.

No somos perfectos, pero intentamos dar la mejor cara de nuestro trabajo.
Las generalizaciones no son buenas, no son verdad. Una media mentira, nunca es una media verdad.

domingo, 4 de octubre de 2015

DIMES Y DIRETES GERIÁTRICOS

Hace un par de días, concretamente el 1 de octubre, fue el día mundial de las Personas Mayores. Las redes sociales, los discursos, los organismos públicos y privados, se llenan de actividades, de actos, de buenas voluntades.
Sobrevolaron nuestras cabezas las grandes frases y las palabras redondas, de esas que llenan la boca de quien las pronuncia. Y, la verdad, algunas cansan.  Traídas por los pelos, generalizaciones, prejuicios, palabras cargadas de un equivocado buenrollismo. Hablo, por ejemplo, de la eterna confrontación entre cuidados familiares -en la casa- y cuidados institucionales. Como si fueran los dos lados de la misma moneda. Lo bueno y lo malo. El cielo y el infierno. 

Como si el cuidado en casa fuera lo mejor para TODOS los mayores- Como si TODAS las familias pudieran prestar "adecuadamente" estos cuidados. Como si TODAS las residencias puedan el final, el olvido, el compendio de los malos cuidados. El amor frente al abandono. Los cuidados frente al maltrato...

En mi residencia nos esforzamos por dar unos buenos cuidados, por hacer el trabajo con orgullo y profesionalidad. Es injusto para nosotros, para las familias y para los propios mayores, generalizar que las residencias son el último escalón, el fin. Porque así los mayores sienten su ingreso como un abandono y las familias cargan para siempre con el complejo de no haber sabido/podido/querido cuidar a sus seres queridos.

Dejemos a un lado que hay buenos y malos centros y buenos y malos profesionales. Como también pasaremos por alto la existencia de familias  buenas y malas, estupendas y maltratadoras, abuelos acompañados o abandonados en casas con barreras arquitectónicas, etc.

Para la mayoría -desde mi punto de vista-, lo mejor sería quedarse en su entorno habitual. Que éste esté adaptado y que se les presten los cuidados necesarios in situ. Tener a su disposición cuidados sanitarios profesionales, lavandería, limpieza, catering, educación, ocio, etc. Podrían vivir solos o con su familia. Pero con la máxima libertad y autonomía.

Y, cuando esta no fuera la opción más aconsejable, o el propio individuo lo eligiera, pasar a un nivel superior. Centros asistenciales donde recibir los cuidados que ya no pueden darse en el entorno habitual. Donde poder cuidar a mayores con patologías complicadas, por su sintomatología o por los cuidados a recibir.

Seamos justos. Exijamos unos cuidados satisfactorios en todas partes y por igual. Dotemos a los profesionales, las instituciones y las familias en la proporción, cantidad y especialización correspondiente. 

Y terminemos con las frases baratas y falsas.