Amaneció, como cada mañana, horas antes que ella. Con pocas ganas se levantó. Se calzó las zapatillas y, en pijama, se arrastró hasta la cocina.
Fue directa al balcón. Allí estaba la razón que le llevaba a levantarse cada día, de los últimos quince. Un estupendo mirlo se apoyaba en la verja, como esperándola.
Compartían unos minutos de silenciosa conversación y luego se alejaba volando, hasta la mañana siguiente.
Así fue como, Paola, fue salvada por un mirlo.
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